Tuvieron que pasar doce años para conjuntar la filosofía, dos alumnos formados bajo la dureza y reciedumbre de un hombre que les inyectó lo torero hasta en los dientes; medias tintas nunca quiso.
El tercero era Omar Huerta, el hijo del maestro.

“Disciplina era lo que nos pedía siempre, pero la vergüenza había que mostrarla hasta en la plaza del pueblo más pequeño, así fuera en el estado de Hidalgo, donde se torean todas las ferias”.

Manolo Lizardo recuerda la rivalidad de Huerta sostenida con Manuel Capetillo como ejemplo. “Compañeros fuera del ruedo, pero enemigos en la plaza. Y nos contaba una a una esa lucha”.
Joselito fue un ejemplo torero, ocho rabos cortados en la plaza México; el último al despedirse.

“Tomar en serio la carrera siento que fue importante viniendo de él”, revela Spínola, quien aguantó el tren huertista con Omar, en el rancho de Atizapán, ante la mirada de otro gran torero, Jaime Rangel.
El fruto Fermín-Manolo se ha visto el domingo pasado en Los Azulejos, y van por más.